José Gregorio Linares
Profesor de la Universidad Bolivariana de Venezuela
Profesor de la Escuela Venezolana de Planificación
Responsable Académico de la Universidad Experimental de la Gran Caracas

 

Para que una potencia invada una nación, antes debe haber inyectado odio y desprecio entre sus ciudadanos contra el gobierno y el pueblo a intervenir; de modo que la ocupación sea vista como una liberación, los crímenes como proezas, y la crueldad como altruismo. De allí que cualquier invasión, boicot o injerencismo en el extranjero va precedido: 1) de una infernal campaña de descrédito y satanización contra el presunto enemigo, especialmente hacia sus líderes; 2) de una estrategia de deshumanización de la población, de modo que se haga insensible ante el dolor ajeno; 3) de una cruzada de reafirmación de la superioridad de los invasores y de la minusvalía del pueblo agredido;  y 4) de la certeza del triunfo fácil y rápido.

 

Sin ello sería muy difícil ganarse a la opinión pública de la nación invasora para que consienta en hacer la guerra en un país extranjero,  que acepte que los más jóvenes de entre los suyos, que son los que arriesgan su vida, salgan: 1) a matar y a mutilar a una gente que en la mayoría de los casos ni siquiera conoce; 2) a destruir sin razón alguna bienes y propiedades ajenas, incluyendo escuelas, sembradíos, fabricas, iglesias y hospitales; y 3) a intervenir en un territorio que días antes no sabían dónde quedaba y que generalmente está muy lejos de su país.

 

Por más dócil y obediente que sea la población de una potencia, debe ser persuadida por la élite gobernante de la justeza de la guerra que va librar. En ello juegan un papel muy importante los intelectuales pro imperialista: se alinean en una orquesta de muerte, bajo la batuta del Estado invasor que como un macabro flautista los arrastra hacia el exterminio del otro.

 

Por esa razón, los gobiernos imperiales son tan duros con los intelectuales y artistas de su país que se oponen al imperialismo y sus crímenes.  Son acusados de traidores y espías al servicio del extranjero. Viven siempre bajo la amenaza de la cárcel o la muerte. Son tratados con animadversión por parte de la población guerrerista. Sus voces son acalladas, ignoradas, tergiversadas y vilipendiadas. Sus bienes incautados, sus bibliotecas saqueadas, sus libros censurados. Muchas veces deben vivir aislados dentro de su propia nación. Sujetos siempre a la requisa y la vigilancia.

 

Por eso celebramos que en los países invasores, los hombres y mujeres con más sentido de humanidad y compasión, den un paso adelante en favor de los oprimidos. Es indispensable que eleven su voz, denuncien las guerras de ocupación y se solidaricen con los pueblos amenazados o los países subyugados. Porque si valor tiene que la gente de un pueblo invadido o amenazado- que sufre los vejámenes y los abusos- alce la voz para defender su Patria; tiene un valor inestimable que los ciudadanos de una potencia invasora, tomen la palabra para amparar al pueblo agredido y acusar a su propio gobierno.

 

Eso fue lo que en el pasado hicieron una serie de intelectuales y artistas estadounidenses cuando sus gobiernos intervinieron o amenazaron con intervenir en otras naciones. No se quedaron callados ni se hicieron cómplices de la fechoría. A contracorriente de lo que demandaba su propio Estado, y de lo que significaba desentonar con la opinión pública alienada de su país: 1) hablaron y escribieron contra la política exterior de su nación, 2) condenaron abiertamente los crímenes cometidos, y 3) reclamaron justicia a favor de los débiles.

 

Así lo hicieron muchos durante la guerra de Vietnam, inspirados ente otros, en  el ejemplo de Mark Twain (1835-1910), quien a raíz de la invasión estadounidense a las Filipinas a comienzo del siglo XX, donde los marines llevaron a cabo uno de los más sangrientos genocidios de la historia, escribió una sátira titulada Oración de guerra. A los ciudadanos estadounidenses que secundaban la invasión y rezaban para que sus hijos salieran ilesos de la guerra de ocupación y volvieran victoriosos a casa, les hizo ver que en cualquier invasión hay dos lados que sufren, y que detrás del triunfo de los suyos está la desgracia de los otros. Les explicó que si triunfaban, sería causando un gran dolor a los filipinos, que no les habían hecho ningún daño ni significaban amenaza alguna contra su país. Les pidió que se sinceraran y los instó a predicar la paz o a llevar la plegaria bélica hasta sus verdaderas consecuencias. Les escribió su Oración de guerra, que dice así: “Oh Señor, Padre nuestro, nuestros jóvenes patriotas, ídolos de nuestros corazones, se dirigen al frente de batalla – ¡no te apartes de su lado! Desde la dulce paz de nuestros hogares nosotros les acompañamos -en espíritu- a aplastar al enemigo. ¡Oh Dios, nuestro Señor, ayúdanos a destrozar sus soldados y convertirlos en despojos sangrientos, ayúdanos a cubrir sus campos sonrientes con las pálidas formas de sus patriotas muertos, ayúdanos a ahogar el tronar de los cañones con los gemidos de sus heridos retorciéndose de dolor, ayúdanos a destruir con un huracán de fuego sus humildes moradas, ayúdanos a estrangular los corazones de sus inocentes viudas con dolor inconsolable, ayúdanos a dejarlas sin techo con sus pequeños para que anden solas y perdidas por el desolado país vestidos de harapos, hambrientos y sedientos, sufriendo las llamas del sol en verano y los helados vientos en invierno, con el espíritu roto, hundidos de sufrimiento, implorándote les des la muerte y siéndoles negado este descanso -te pedimos lo hagas por nosotros que te adoramos- Señor, frustra sus esperanzas, arruina sus vidas, alarga su amargo peregrinar, haz pesados sus pasos, riega su camino con sus lágrimas, mancha la blanca nieve con la sangre de sus pies heridos! Te lo pedimos en espíritu de amor, a ti que eres la fuente del amor y fiel refugio y amigo de todos los que están cansados y buscan tu ayuda con corazones humildes y contritos. Amén”.

 

Sí, que recen los que creen que pueden impunemente invadir el país o fomentar la guerra civil y salir ilesos. Que recen los que apoyan la invasión extranjera porque salvo los marines, aquí todos tenemos familiares y amigos que piensan distinto a nosotros, a quienes amamos y les deseamos lo mejor; que oren porque ellos podrían ser confundidos con alguno de nosotros los patriotas y ser también víctimas del odio invasor. Que recen para que en Venezuela, donde hay libertad de religión y culto, todo se resuelva en armonía entre venezolanos. Que oren para que en vez de la Oración de Guerra que alienta Estados Unidos,  se difunda el Credo de la Paz que ha prendido en el corazón de la mayoría de los venezolanos y venezolanas. Amén